La gran carrera aérea (II)

Etiquetas

, ,

Al final del artículo anterior habíamos dejado a la veintena de aviones participantes en la carrera McRobertson poco después de levantar las ruedas del suelo. Los competidores en la prueba tenían que aterrizar en Bagdad, primero de los puntos de control, pero la ruta hasta llegar allí no tenía por qué ser directa. Para los Mollison y su Black Magic, sin embargo, no había ninguna necesidad de hacer escalas y su Comet negro, que había sido el primero en despegar de Mildenhall, fue también el primero en aterrizar en Bagdad sin haber hecho ninguna parada previa. Los Mollison tuvieron tiempo de darse un baño y atender a la prensa antes de reanudar su viaje rumbo a Karachi. También los otros dos Comet fueron capaces de alcanzar Bagdad en el primer día, lo que resulta lógico en aparatos creados para aquella competición.

Quizás más sorprendente fue el excelente resultado de los aparatos comerciales. El DC-2 de KLM, bautizado como Uiver (cigüeña en holandés) llegó a Bagdad apenas 4 horas después del Black Magic, a pesar de haber hecho escalas técnicas en Roma, Atenas y Alepo y no sólo eso: como hacían notar los periodistas, sus pasajeros estaban frescos como una rosa, en contraste con el agotamiento que habían mostrado los Mollison. El B-247 de Roscoe Turner y Clyde Pagborn también alcanzaba Bagdad en el primer día. Otros no tuvieron tanta suerte: el Gee Bee de Jacqueline Cochran y Wesley Smith, por ejemplo, tuvo que abandonar casi en seguida al resultar el avión dañado durante un aterrizaje en Bucarest. Nada que no estuviera previsto… en Londres la casa Lloyd había calculado que las probabilidades de morir durante la carrera eran de una entre doce.

Ya en el segundo día de la carrera, todo parecía sonreír a los Mollison mientras se preparaban para despegar de Karachi. Además de seguir en cabeza habían batido un nuevo récord en el trayecto Londres-Karachi, pero su suerte estaba a punto de terminarse por culpa del mal tiempo, que les hizo extraviarse sobre la India y hacer su siguiente parada, no en Allahabad como estaba previsto, sino en Jabalpur. El desvío no habría tenido mayores consecuencias de no ser porque en Jabalpur no había combustible de aviación. Los Mollison sólo podían escoger entre el abandono o arriesgarse a seguir hasta Allahabad con gasolina convencional. Por supuesto, intentaron seguir adelante, pero uno de los motores no resistió el uso de combustible de bajo octanaje y el Black Magic se vio forzado a retirarse de la competición. El primer puesto pasó así a otro Comet, el Grosvenor House, que después de volar sin escalas entre Bagdad y Allahabad, continuaba su ruta para alcanzar Singapur antes de que terminara el día.

La retirada del Black Magic dejaba al DC-2 de KLM en segunda posición, a pesar de las diversas escalas que tenía que realizar. Le seguía de cerca el B-247, que también alcanzó Allahabad aquel día, después de llevar la angustia a los millones de personas que en todo el mundo seguían la carrera por la radio, puesto que el contacto con el aparato se había perdido por completo y sólo su llegada por sorpresa al punto de control tranquilizó a los aficionados. Por desgracia la sombra de la tragedia no se disipaba, sino que se limitaba a cambiar de aeronave: en aquel segundo día el Fairey Fox de Gilman y Baines se estrellaba en Roma, en donde intentaba aterrizar tras haber pasado la primera noche en Marsella. Sus dos ocupantes murieron en el accidente.

La carrera, no obstante, debía proseguir, aunque las posiciones ya no sufrirían variaciones significativas. El Grosvenor House encontraría problemas de motor que lo retrasarían en la parte australiana de su vuelo, pero no impedirían su victoria. Exactamente 71 horas después de despegar de Londres el Comet escarlata aterrizaba en Melbourne pulverizando el récord anterior. Sin embargo, aún estaba por llegar uno de los momentos más dramáticos de la competición, el que protagonizarían a partes iguales el DC-2 Uiver y los habitantes de la localidad de Albury en una noche tormentosa.

Los vencedores, T. Campbell Black y C.W.A. Scott. (Foto: State Library Victoria)

Poco después de despegar de Charleville, último punto de control antes de la meta, el Uiver perdió contacto por radio. ¿Se repetiría la historia del B-247 en Allahabad? La respuesta debería llegar media hora después de medianoche, puesto que a esa hora estaba previsto el aterrizaje en Melbourne, pero el fallo de comunicaciones unido a una fuerte tormenta hacían temer lo peor. Habían ya pasado las once y media de la noche cuando en una pequeña ciudad llamada Albury, a 260 Km de Melbourne, se oyó el ruido de los motores de un avión. Con aquel tiempo sólo podía tratarse de alguno de aquellos locos que se dirigían a la línea de meta en Melbourne. Lo extraordinario vino cuando media hora después se volvió a oír el mismo sonido: el avión estaba claramente dando vueltas sobre las nubes. ¿Qué estaba pasando?

La respuesta la obtuvo un periodista local que se puso en contacto con los organizadores de la carrera en Melbourne y supo que no había noticias del Uiver. La cosa estaba clara: el avión que sobrevolaba Albury era el DC-2, que se había desviado de su ruta y no lograba contactar con nadie. Había que ayudarle y para eso se improvisó uno de los planes de rescate más extraordinarios que se hayan preparado jamás. Lo primero era comunicar al avión la posición en la que se encontraba y para ello se codificó en Morse el nombre de la ciudad y se conectó y desconectó el alumbrado público siguiendo el patrón correspondiente: un punto y una raya para la A, un punto una raya y dos puntos para la L, una raya y tres puntos para la B… y así hasta completar con las luces de la ciudad la palabra A-L-B-U-R-Y. El comandante Parmentier, al mando del Uiver, pudo ver las luces, pero descifrar la palabra con turbulencia severa era harina de otro costal. Al menos ahora sabían que alguien estaba intentando ayudarles, pero seguía siendo de noche, la visibilidad era escasa y no tenían ni idea de dónde aterrizar. Afortunadamente, en la pequeña ciudad australiana ya se estaban ocupando de resolver ese problema.

Ya no quedaba nadie en Albury que no supiera el apuro al que se enfrentaba el DC-2 holandés. Los que no lo habían deducido al oír sus motores se habían enterado cuando las luces de la ciudad empezaron a parpadear en Morse o cuando, como millones de personas en todo el mundo, estaban escuchando las últimas noticias sobre la carrera aérea. En este último caso escucharon una extraña petición por parte del locutor de la emisora local: se rogaba a todo aquél que dispusiera de un vehículo que se dirigiera al hipódromo y se colocara de tal forma que los faros iluminaran la pista. No fueron pocos los que respondieron y gracias a aquel improvisado balizamiento, Parmentier pudo iniciar la aproximación hacia una pista enfangada y demasiado corta, pero perfectamente iluminada. 

50 años después, en 1984 un programa de televisión conmemorativo de los hechos entrevistaba a una vecina de Albury, la señora Schubert, que rememoraba aquella noche en que siendo una adolescente acompañó a su padre y a su hermano para ayudar en la iluminación de la improvisada pista. La mujer evocó el entusiasmo de los vecinos cuando el avión tocó tierra y se detuvo; un momento después se abría la puerta y se asomaba un tripulante que, tras mirar en derredor preguntó: ¿es esto Melbourne?

Lo cierto es que el Uiver y sus ocupantes se habían salvado de milagro: la improvisada pista era demasiado corta y de no ser por la acumulación de barro debido a la lluvia, el avión no habría podido frenar a tiempo. Pero aquel mismo barro iba a complicar las cosas a la hora de despegar de nuevo. De entrada había que aligerar el peso del DC-2, por lo que los pasajeros, el equipaje, el correo y dos de los tripulantes (el operador de radio y el mecánico) se quedarían en tierra. Solamente el comandante de la nave, Parmentier, y el copiloto, Moll, seguirían viaje. Pero todavía quedaba el problema de liberar el avión de la trampa de lodo. La solución la aportaron de nuevo los habitantes de Albury, que se congregaron por centenares y, tirando de unas sogas, lograron colocar al DC-2 en posición de despegue. Pocas horas después, el Uiver aterrizaba en Melbourne  con un tiempo de 90 horas y 13 minutos, conquistando la segunda posición de la competición absoluta.

Los habitantes de Albury rescatando al Uiver del barro (foto Wikipedia)

Las normas de la carrera impedían que una misma aeronave se hiciera con dos premios y por eso el Grosvenor House, que había ganado tanto la prueba de velocidad como la hándicap recibió únicamente el primer premio de la prueba absoluta, mientras que el Uiver reclamó el primer premio en hándicap. El segundo premio de la competición absoluta, pese a llegar tercero, fue por tanto para el B-247 de Roscoe Turner, que aterrizó poco después del Uiver con un tiempo total de 92 horas y 55 minutos. El siguiente en llegar sería el Comet verde, ya más retrasado con un tiempo de 108 horas y 13 minutos. 

En total fueron nueve los aviones que lograron llegar en menos de 16 días, obteniendo así el derecho a recibir una de las medallas. El último de ellos fue también un De Havilland, pero en este caso se trataba de un Dragon Rapide que aterrizó el 3 de noviembre. Otros dos aviones llegarían fuera de tiempo, el 20 y el 24 de noviembre. La anécdota final fue para el Fairey Fox de los australianos Parer y Hemsworth, que habían abandonado la carrera en París, pero finalmente continuaron el viaje hasta llegar a Melbourne el 13 de febrero del año siguiente.

La gran carrera había traído todo lo que se esperaba de ella: millones de personas habían seguido los acontecimientos en todo el mundo, se habían emocionado con las peripecias del matrimonio Mollison, habían conocido la angustia por la incertidumbre de la momentánea desaparición del B-247, el dolor por la muerte de dos participantes, el desánimo por el abandono de varios competidores debido a accidentes o problemas mecánicos y la preocupación seguida de euforia por el rescate in extremis del Uiver. Sólo el mejor guionista del mundo del cine habría podido escribir una historia semejante.

La carrera trajo algo más: el primer puesto había ido a parar a un avión preparado específicamente para competir en ella, pero el segundo y el tercer lugar lo habían logrado aviones desarrollados para el vuelo de pasajeros, imponiéndose incluso a los otros dos Comet. Era una demostración de que la aviación había cambiado y de que el mundo estaba cambiando con ella y a causa de ella. La heroica era de los pioneros estaba dejando paso a una época que, aunque más anodina, había sido la meta de todos los aviadores desde los hermanos Wright: la aviación estaba llegando a la madurez.

Pero la historia de la carrera McRobertson no estaría completa sin una ojeada al destino de los principales protagonistas, sean hombres o máquinas. Puedo anticipar que en general son historias más agrias que dulces, pero este artículo es ya bastante largo. El desenlace quedará para la próxima entrega.

La gran carrera aérea (I)

Etiquetas

, , ,

 

Es posible que la época más gloriosa de la Historia de la aviación sea la que va desde el primer vuelo de un aparato más pesado que el aire hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Es la época de los pioneros, cuando volar era un hecho extraordinario que cautivaba la imaginación del público. Los aviadores eran los nuevos héroes de un mundo que parecía cada vez más pequeño. El paso del Canal de la Mancha por Louis Blériot en 1909 asombraba al mundo: Inglaterra ya no era una isla, titulaban los periódicos. Después llegó la era de las grandes expediciones aéreas: Lindbergh fue recibido como un héroe tras volar entre Nueva York y París sin escalas en 1927. No fue éste el primer vuelo trasatlántico, puesto que ya en 1919 Alcock y Brown habían volado entre Terranova e Irlanda. En todos estos casos los protagonistas, además de la fama y otros reconocimientos, se habían embolsado importantes premios en metálico ofrecidos por empresas u hombres de negocios que apostaban por el desarrollo de la aviación.

En aquella época de aviadores intrépidos y máquinas cada vez más fiables y potentes, en 1934 para ser exactos, se conmemoraba el centenario de la fundación de Melbourne; pero la situación económica del momento hacía difícil organizar costosas celebraciones. No obstante, el alcalde Sir Harold Gengoult-Smith, quería algo grande de verdad, algo que causara expectación no sólo en Melbourne, ni siquiera en toda Australia. Él quería algo que atrajera las miradas del mundo entero.  Algo sensacional, como por ejemplo una gran carrera aérea. Mejor aún, la mayor carrera aérea de la historia: una prueba de velocidad que uniera Londres con Melbourne. Una idea ambiciosa que solamente podría realizarse invirtiendo dinero, mucho dinero. Parecía imposible, pero el alcalde sabía a qué puerta había que llamar, puesto que si en Melbourne había alguien que tuviese la fortuna suficiente y la voluntad de emplearla, ése era Sir McPherson Robertson.

El trofeo para el ganador (Imagen: Wikipedia)

McPherson Robertson era un importante industrial que había comenzado su carrera a los 19 años preparando golosinas caseras. Tras 55 años de trabajo, McRobertson’s era una sólida empresa chocolatera y de confitería que daba trabajo a 2.528 personas y cuyo propietario empleaba su fortuna en proyectos tan dispares como donar los terrenos en los que se asentaría un club deportivo, financiar una expedición a la Antártida, erigir el puente McRobertson sobre el río Yarra o construir un nuevo edificio para un instituto femenino de educación secundaria, que se llama desde entonces McRobertson Girls’ High School. Tras escuchar la propuesta de la carrera aérea, el anciano industrial aceptó financiar la prueba, que se llamaría, como era de esperar, McRobertson Air Race. Quizás debería haberse llamado Mc Robertson Air Races, en plural, puesto que en realidad había dos carreras: la de velocidad y la handicap. Ésta segunda ajustaba los resultados según una complicada fórmula que tenía en cuenta el peso de la aeronave, su carga, la potencia y la superficie alar.

 (Imagen: Museo Victoria Collections, Australia)

La generosidad de McRobertson suponía que el ganador de la prueba de velocidad se llevaría 10.000 libras además de un trofeo de oro valorado en otras 650. El segundo clasificado recibiría 1.500 libras y el tercero 500. En la categoría handicap el vencedor ganaría 2.000 libras y el segundo 1.000. Además, todo aquel que lograra terminar la carrera en menos de 16 días obtendría una medalla de oro valorada en 12 libras. La carrera empezaría en Londres el 20 de octubre de 1934 y terminaría en Melbourne tras recorrer cerca de 19.000 kilómetros con varios puntos de control en los que era obligatorio aterrizar: Bagdad, Allahabad, Singapur, Darwin y Charleville. Fuera de esos puntos, la ruta podía ser cualquiera. No era la primera vez que se hacía el viaje Londres-Melbourne (el récord estaba en 13 días por aquel entonces), pero sí la primera vez que se hacía en forma de carrera.

Itinerario de la carrera. (Imagen: Biblioteca Estatal de Nueva Gales del Sur)

El alcalde de Melbourne se había salido con la suya: la expectación era enorme en todo el mundo y los sustanciosos premios eran un imán tanto para aviadores intrépidos como para la curiosidad del público. Se presentaron 63 participantes, pero las dificultades para tener un avión capaz de hacer el recorrido o encontrar patrocinadores dejaron la cifra final en 20. Es imposible resumir en un espacio breve todos los acontecimientos, peculiaridades de los aviones y personalidad de los participantes, pero sí merece la pena detenerse en algunos de ellos.

La casa De Havilland se tomó la competición como una cuestión de prestigio y por eso diseñó un avión ex-profeso para la prueba, que pondría a la venta por 5.000 libras, un precio bastante inferior al de producción. Sería el modelo DH.88 Comet, un estilizado bimotor de madera de líneas finas y elegantes. Bastaba una ojeada para comprender que aquel aparato había sido creado para la velocidad. De Havilland recibió tres encargos de este singular proyecto.

El primero de los Comet lo compró Jim Mollison, un escocés que ya sabía lo que era batir récords: había logrado uno entre Australia e Inglaterra y había dejado el de la ruta entre Inglaterra y Ciudad del Cabo en 4 días y 17 horas. Pero su historial palidecía ante el de su copiloto: su esposa Amy Johnson, que en 1930 se había hecho famosa por volar en solitario de Inglaterra a Australia. Posteriormente había conseguido ser la primera persona, junto a un copiloto, en volar entre Londres y Moscú en un día. No fue el único récord de aquel viaje puesto que después de  llegar a Moscú siguieron viaje hasta Tokio, batiendo otra marca. En 1932 Amy conoció a Jim Mollison y pronto se casaron. Casi no habían salido de la iglesia cuando ella se embarcaba en un vuelo en solitario entre Londres y Ciudad del Cabo en el que batió el récord de su flamante marido. Naturalmente, los Mollison eran los favoritos de la prensa; ellos y su elegante avión pintado de negro que, por tener, tenía bonito hasta el nombre: Black Magic.

Jim Mollison y Amy Johnson (Imagen: Wikipedia)

El segundo Comet, de color rojo, fue bautizado Grosvenor House, nombre del hotel que regía su propietario, Arthur Edwards. Edwards era aficionado a la aviación, pero no pretendía competir él mismo sino que buscó a una tripulación con posibilidades de ganar. La encontró en C.W.A. Scott y T. C. Black. Scott, en concreto, había batido tres veces el récord de velocidad en el trayecto entre Inglaterra y Australia, dos veces saliendo de Inglaterra y otra vez en sentido inverso, de manera que conocía bien la mayor parte de la ruta.

El Comet Grosvenor House (Imagen: Wikipedia)

El tercer Comet no recibió ningún nombre en particular. Lo habían pintado del color verde que por aquel entonces llevaban los coches de carreras británicos, un color muy apropiado puesto que su propietario era Bernard Rubin, un australiano que se había distinguido en las carreras de coches. Su intención era volar él mismo el avión junto a su copiloto, K.F. Waller, pero tuvo que cederle su puesto a otro piloto por sus problemas de salud (murió de tuberculosis apenas dos años después).

Los Comet no eran los únicos aviones de carreras que participaban: había un Gee Bee construido también para la competición, que volaron Jacqueline Cochran y Wesley Smith. También participaba un Lockheed Vega, tripulado por el escocés afincado en Australia Jimmy Woods y el australiano Don Bennet. El Vega había sido concebido como aeronave de transporte para media docena de pasajeros, pero sus buenas características de velocidad y autonomía lo habían convertido en una buena elección para los aviadores que buscaban establecer nuevos récords. Amelia Earhart, por ejemplo, pilotaba un Vega cuando se convirtió en la primera mujer que atravesaba el Atlántico en solitario.

Quizás era más sorprendente la presencia de un Boeing 247 y un Douglas DC-2, dos bimotores diseñados exclusivamente para el transporte de pasajeros. Al frente de la tripulación del 247 estaba Roscoe Turner, un veterano de los circos volantes y las carreras de aviación que también había participado como piloto especialista en películas de Hollywood. Pero la palma en cuanto a originalidad se la llevaba el DC-2 puesto que era un avión de línea de KLM que participaba en la carrera como una extensión hasta Melbourne de su ruta hasta Batavia (hoy Yakarta) en las Indias Orientales Holandesas. Encabezaba la tripulación el piloto de línea de KLM Koene Dirk Parmentier y además de su tripulación de copiloto, radiotelegrafista y mecánico de vuelo ¡llevaba tres pasajeros!

Un DC-2 con decorado como el Uiver (Imagen: Wikipedia) 

La salida se fijó para el sábado 20 de octubre a las 6:30 horas desde el aeródromo de Mildenhall. La gran expectación hizo que, a pesar del madrugón, hubiera varios miles de personas en el aeródromo para asistir a lo que se tenía como un momento histórico, como se puede comprobar en los noticiarios cinematográficos de la época. A las 6:30 le tocó despegar al Black Magic, primero en tomar la salida. El resto de los participantes despegó paulatinamente en los siguientes minutos y pronto una veintena de aviones se dirigía a Bagdad, primera etapa de aquel periplo de 19.000 kilómetros. La gran carrera aérea había comenzado.

El venerable embajador de Knowlton

Etiquetas

, , ,

Hay una tradición que debe respetarse: la de publicar un artículo en el aniversario de este blog, aunque haya pasado un año desde la última entrada. Si todo va bien, espero poder añadir pronto un par de artículos que tengo en la cabeza y retomar así la costumbre de publicar esporádicamente. Por el momento, para la entrada de hoy, mezclaré Historia y aviación añadiendo un toque personal y, ya que estamos en el aniversario del blog, el telón de fondo de la Primera Guerra Mundial. Todo para contaros que hace algo más de un año vi un Fokker D. VII original, completamente original. Sin ninguna modificación desde 1918.

Todo empezó con una reunión que coincidió en parte con unas vacaciones. La reunión tuvo lugar en Montreal, cómo no, ciudad que hospeda la sede de OACI (Organización de Aviación Civil Internacional). Naturalmente, una vez que la reunión terminó había que aprovechar las vacaciones, y ya que estaba en Quebec un buen plan era recorrer la zona. Así fue como un día mi navegador GPS me llevó a una carretera local canadiense cortada por obras sin ofrecer ninguna posibilidad alternativa para llegar a mi destino, que ni siquiera recuerdo cuál era. Conduciendo al azar, intentando que el navegador se decidiera a encontrar una ruta diferente, llegué por pura casualidad al pueblo de Knowlton, en el condado de Brome. Habría pasado de largo, o como mucho me habría tomado un café contemplando las vistas del lago Brome, si no fuera porque vi un cartel del museo local en el que se mencionaba la existencia de un Fokker D. VII. Entonces comprendí que la reunión, las vacaciones y el corte de carretera habían sido una jugada del destino para llevarme allí. Imposible pasar de largo.

El Fokker en cuestión es un biplano de finales de la Gran Guerra. Corría el año 1917 cuando Alemania veía como sus triplanos Fokker Dr. I se veían superados por los diseños más avanzados de los aliados: aviones como el SPAD S. XIII o el S.E. 5 eran más rápidos y sólidos que el triplano alemán. Por su parte el Sopwith Camel, aunque difícil de manejar, era muy maniobrable y letal en manos de un piloto experto. El Dr. I tenía una excelente velocidad ascensional y una agilidad inigualable, pero resultaba demasiado lento y no era tan sólido como sus rivales. A finales de 1917, Fokker ya trabajaba en el proyecto de un futuro avión de caza, y modificaba los prototipos siguiendo los consejos de ases como Manfred von Richtofen.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: SPAD S. VII, S.E. 5, Sopwith Camel y Fokker D. VII.(Imágenes de Wikipedia)

El mítico Barón Rojo voló, en efecto, prototipos del D. VII, sugirió algunas modificaciones y lo consideró un excelente aeroplano, pero no llegó a probarlo en combate porque los primeros aparatos llegaron a las unidades a principios de mayo de 1918, apenas unos días después de su muerte. Con algunas excepciones como Josef Jacobs, que seguía prefiriendo los triplanos, el nuevo Fokker se convirtió pronto en la montura preferida de todos los ases alemanes. No era para menos: el avión, además de muy sólido y maniobrable, era también noble en sus características de vuelo. Sus adversarios aprendieron a respetarlo, cuando no a temerlo, y la mejor prueba la tenemos en la cuarta cláusula del armisticio firmado el 11 de noviembre de 1918.

Dicha cláusula especifica que los alemanes debían entregar en buen estado 5.000 cañones (la mitad pesados, la mitad de campaña), 2.500 ametralladoras, 3.000 morteros lanzaminas y 1.700 aviones de caza y bombardeo, empezando por todos los D. VII y todos los aviones de bombardeo nocturno. Grande debía de ser la impresión causada por el biplano alemán cuando se le cita expresamente en los términos de la rendición y se exige la entrega de todas las unidades.

Como era de esperar, esta cláusula no se respetó al pie de la letra, entre otras cosas porque el propio Anthony Fokker se las apañó, a base de sobornos, para regresar a su Holanda natal con varios trenes cargados con unos 200 aviones (en su mayor parte del tipo D.VII) y 400 motores de aviación, que emplearía para volver a establecerse como constructor de aeronaves.

De los aviones que sí se entregaron a los aliados como trofeo de guerra veintidós fueron a parar a Canadá. Algunos de ellos fueron donados a diversas universidades, mientras que siete pasaron a formar parte de una compañía que daba exhibiciones aéreas y que dirigía el as canadiense Billy Bishop (72 victorias). El avión que nos ocupa encontró su destino cuando un influyente senador canadiense llamado George Foster, nacido en Knowlton, solicitó varios trofeos de guerra con la intención de exponerlos en su pueblo natal. Es de suponer que el senador sabía bien lo valioso que era un Fokker D. VII puesto que su hijo fue piloto durante la guerra con siete victorias en su haber. Y así fue como en 1921 el avión fue instalado en Knowlton. Y 101 años después yo llegué allí por azar e hice algunas fotografías:

No es éste el único ejemplar de Fokker D. VII superviviente. Existen al menos otros siete en distintos museos, pero el de Knowlton sí tiene una característica singular: es el único que nunca ha sido restaurado, y por lo tanto conserva el entelado de fábrica. Esto lo ha hecho muy valioso para estudiar el peculiar esquema de camuflaje en formas romboidales que los alemanes utilizaron al final de la guerra y que es conocido como lozenge. En este caso está compuesto de cuatro colores.

Por lo demás, el museo es muy pequeñito, pero alberga historias interesantes. Historias que tienen más relación con la vida local que un avión construido y utilizado a miles de kilómetros de allí. Esto llevó en 2010 a una polémica sobre el futuro del Fokker. Algunos querían vender el avión para mejorar con el dinero el resto del museo, mientras que otros se negaban a ver partir la joya local. La edad del avión hizo aconsejable no moverlo de un lugar en donde, aun sin recibir el cuidado especial que habría encontrado en otros museos más ricos y especializados, sí ha sido bien tratado. Finalmente, el venerable biplano se quedó en la que es su morada desde hace más de un siglo.

De manera que si algún aficionado a la historia de la aviación pasa por el condado de Brome, en Quebec, ya sabe qué museo es de visita obligada. En él podrá ver el mejor avión que produjo el espectacular avance técnico de la Gran Guerra, pero también conocer otras historias, como el peculiar plan que se trazó en el siglo XIX para obtener mano de obra barata en Canadá a la vez que se reducía el problema del vagabundeo en la metrópoli: trasladar como trabajadores a niños pobres ingleses, muchos de los cuales tuvieron en un centro de acogida de Knowlton su primer hogar canadiense; un episodio que merece un estudio más detallado y que yo no habría conocido de no haberme detenido a contemplar el D. VII, de la misma forma en que jamás habría oído hablar de Knowlton, algo que seguramente le ocurre a la mayoría de quienes leen esto.

No sé si la labor de divulgación vale tanto como el millón de dólares que, según una casa de subastas de Nueva York, podría haber alcanzado el avión, pero demuestra que el viejo Fokker, aunque ya no esté en forma para combatir en un duelo acrobático, es perfectamente capaz de servir de embajador para dar a conocer a forasteros como yo algunos detalles sobre el rincón del mundo que se ha convertido en su hogar.